Junio de 1863. El frío invernal. A eso se suma la orden de Fausto Aguilar: “¡sáquense los ponchos que en el otro mundo no hace frío!”. A puro arrojo, un ejército menor en cantidad vence a las fuerzas gubernistas. Era la Cruzada Libertadora de Venancio Flores.
El general Flores reconoció en el perro que ladraba a cuanto soldado enemigo se acercó durante la batalla y acarició su cabeza, saludo que el can reconoció con un salto de sus patas delanteras sobre el pecho del general.
Y así, en el campo de batalla, nació una historia de amor entre su mascota y su dueño. Coquimbo será el nombre del perro a partir de ese momento, en homenaje al arroyo donde sucedió la batalla y se forjó la amistad. Que prosiguió una vez victorioso Flores e incluso lo acompañó por los campos paraguayos durante la Guerra de la Triple Alianza.
Todos temían que el corajudo de cuatro patas no se adapte a la vida gubernamental. Todo lo contrario, pues era perro pero no bobo. Coquimbo se echaba sobre la alfombra de la oficina presidencial mientras su dueño dialogaba con los ministros de Estado sobre los diversos problemas del país.
Coquimbo murió en brazos del presidente. Flores, encariñado, manda embalsamar al compañero. Con la muerte del caudillo, el cuerpo embalsamado pasa a ser propiedad de Julio Herrera y Obes, quien después también será presidente y se lo queda incluso cuando el exmandatario cae en la quiebra económica. Es de lo poco que salvó.
Hoy en día, Coquimbo está en el Museo de la Casa de Gobierno. Que se encuentra en el Palacio Estévez, casualmente (o no) al lado de la Torre Ejecutiva, sede central de la Presidencia.
Fuente: Coquimbo, de Memoria Viva