Al finalizar la Guerra Grande, uno de los objetivos brasileños era vencer en la competencia por la exportación de productos ganaderos. Así que impusieron impuestos, con respuesta igual por parte del gobierno oriental. Nada nuevo hasta ahora, lo novedoso es la salida que eligieron: un tratado de libre comercio. En setiembre de 1857, firmaron el convenio.
Hay que recordar a Barrán y Nahum, quienes identificaron propietarios brasileños poseedores de estancias con 1.600 leguas cuadradas de tamaño y no menos de un millón de cabezas de ganado. Semejante campo de invernada del lado oriental se constituían en impuestos a pagar por parte de los saladeros brasileños. Pues bien: el tratado exonera de impuestos el traslado fronterizo de ganado en pie.
Otros productos continuaban pagando impuestos, pero un poco menos. Además se abrió la navegación de los ríos y las lagunas que compartimos con el imperio. También congelaron la tarifa de carbón que adquirían los buques de vapor brasileños por los próximos diez años. Ellos, por su parte, dejaban de pagar tarifas aduaneras.
Andrés Lamas firmó el tratado por parte oriental y el delegado del imperio fue el vizconde de Marangupé. La reducción de las tarifas aduaneras fue el argumento del gobierno de Pereira para promover como éxito este acuerdo, pero la prensa opositora endilgó que la negociación de Lamas entregaba territorio. Este último punto será abordado en otra nota.
Pero hablando de liberalismo, y de cláusulas de nación más favorecida, y de acuerdos comerciales, en la memoria anual del Ministerio de Relaciones Exteriores de 1858 (gestión Pereira) se estableció: “la cláusula de la nación más favorecida, nos crea una situación desventajosa, desde que contraemos obligaciones a cambio de una reciprosidad que para nosotros resulta ilusoria y que además nos inhabilita para poder arreglar nuestros intereses especiales de vecindad”.