Tomar partido. Una definición tan simple sobre el lugar que uno siente ocupar sobre un asunto, se tornó en un problema para los primeros ciudadanos del Uruguay independiente. Con los ánimos hinchados por el romanticismo y el liberalismo político, los grupos de “notables” de las primeras décadas del Uruguay independiente (1830 – 1868) se definieron en contra de la participación de los partidos en la vida política del país.
Siguiendo a Clarel de los Santos, en su prestigioso “Elecciones entre sables y montoneras” que compartimos en nuestra Biblioteca y en nuestro primer especial sobre las elecciones en el Estado Oriental (T04E01), el director de El Universal, Antonio Díaz, negó la existencia de “partidos” opositores al primer gobierno de Rivera, en 1833.
Díaz entendía, y así lo expresó en ese artículo editorial, que los partidos políticos surgidos de la desavenencia de opiniones sobre los asuntos públicos eran perjudiciales para la unidad de la república.
Ya en 1836, corriendo la guerra civil entre Rivera y Oribe, su oposición a la idea de los partidos fue mayor. Integrar un partido es, directa y llanamente, una forma de perder la libertad individual.
Quien integra un partido no solamente ignoraban el objeto de sus jefes sino que se constituían como “ciegos instrumentos de sus caprichos”.
No lo dijo en cualquier momento. Estas últimas frases fueron publicadas en la edición de El Universal que Clarel de los Santos encontró como forma de oponerse al decreto presidencial para usar la divisa blanca en las ropas.
Patria, Legalidad e Institucionalidad, la idea de la unidad nacional y de las discusiones políticas en el Uruguay del '800
La identificación de El Estado y El Gobierno a las ideas de Nación, la Patria, la Legalidad, de Adhesión a las Instituciones, era habitual en el resto de los países de América Latina. El Gobierno se asumía como una cosa por encima de las disputas políticas. Y el ciudadano se representaba ante el Estado únicamente por sí mismo, con el uso del derecho a la reunión y la asociación visto de una forma diferente a como lo vemos hoy de forma habitual.
No hay dudas que este asunto del ejercicio ciudadano de estos derechos, así como los derechos a la libertad de opinión, deben estudiarse por fuera de la historiografía clásica de los partidos políticos, que inmediatamente absorben estas temáticas con su mirada.
Por tanto, un fusionismo en la década de 1860, como veremos en esta temporada, no debe verse como una cuestión por fuera de este acercamiento a la actividad política.